viernes, 17 de abril de 2009

Sakura

Andar corriendo de un lado a otro, respirar profusamente y parar de pronto. El corazón late con estrépito... ¿o no? Acaso no siento el pulso. No sé si es de día o de noche, no sé la dirección en la gira el mundo, mi mundo... me dejo llevar por un instante y me percato de la estación en que me encuentro, primavera. Los cerezos empiezan a florear, comienzan a teñirse los sueños de los japoneses en diferentes tonalidades y se desata la euforia ante la inminente llegada de sus flores.

Ya no importa que hora es, sólo seguir corriendo de un lado a otro con breves espacios de observación. Qué profundo es el aire aquí. Casi no necesito inhalar, aunque el tabaco se hace indispensable a ratos. Las humaredas de gente que pasa engabardinada y se desvanece en cualquier esquina. Mares infinitos de signos incomprensibles y me mata el miedo a perderme por ahí.

Tokyo, la ciudad más cara del mundo, y más rara también. La estación del tren es un mundo entre el cielo y el infierno: o gastas hasta vender tu alma o te subes al tren para largarte lejos lo más rápido posible.

Así que desembarcamos en Osaka y seguimos, a veces en sentido contrario porque todos caminan al revés, ... ¿o éramos nosotros? No sé, después de Hiroshima es difícil explicar el sentido y el rumbo de la vida. Parece lógico ver una ciudad de una cultura milenaria atestada de edficios modernos que rodean un domo, una ruina de fierros retorcidos y piedra al lado de un río; después entrar al museo de la bomba atómica hasta el punto de la humillación que sentí por estar tomando fotografías ante una de las peores desgracias de la humanidad; y, finalmente, salir al jardín de la paz y montar una guardia de honor a las víctimas de tal desastre. Realmente lo sentí, fue el minuto de silencio más callado y agónico que he vivido.

El perdón en la cara de los chiquitos con sus gorritas azules, y la paz de las maestras explicando que no debe haber rencor sino un rotundo no a otro día despejado como aquel 6 de agosto de 1945. Las historias,... la historia de la pequeña que pensó que al crear mil grullas con papiroflexia se aliviaría el terrible mal que la mataba después de la bomba, y morir justo cuando llevaba apenas cuatrocientas. Su monumento se laza frente al del resto de las víctimas, y ahí está ella, a nueve metros del piso con los brazos extendidos y una grulla que le ayuda a elevarse para alejarse del dolor, de la efermedda, siempre con la esperanza pintada en su cara. No comí ese día.

Tres segundos. Es lo que más me impresionó, una ciudad nueva, esplendorosa, cálida, poblada de jardines y árboles luego de la sentencia de setenta y cinco años de esterilidad, rota a los siete meses al brotar una pequeña hierba a setecientos metros del punto cero. Tres segundos.

Después recordé que dos noches antes, tuve una pesadilla horrenda, y en tres segundos me enganché. ¿Qué relación podría haber entre la mujer asada y despellejada después que soñé, con algo que acababa de descubrir -porque lo que me dijeron en la escuela no es ni el diez por ciento de que es-?

La espiritualidad oriental, como la de cualquier otro lugar del mundo, es algo especial, debe respetarse,... siempre lo hago. No podía quitarme la sensación de ardor, de dolor, de deseperación, de desconcierto...

Aún hoy sueño todas las noches con Japón.

Tal vez fui demasiado sensible al dolor que aún está atrapado por ahí, entre las ramas de los cerezos dormidos. Después de tanto tiempo aún hay almas sin liberar... debo regresar al antiquísimo país lo que le pertenece y se vino conmigo, pero es necesario que me devuelva lo que se quedó allá para poder dormir otra vez.

Kyoto no fue lo mismo después de la devastación de Hiroshima. Es una ciudad patrimonio de la humanidad hermosa, pero yo ya no estaba completa para poderla apreciar en todo su esplendor.

Regresamos. Siempre con esa sensación de haber olvidado algo en aquel lugar, comparto esta historia para soltar y atraer. Para volver a ser.